Lucho Suárez
con una espátula

El 24 de junio de 2009, tras un breve, superficial y perturbado sueño, Michael Jackson amaneció en su mansión de Bell Air, Los Ángeles, abrumado por los 50 megashows que le esperaban tres semanas después en Londres y la autoexigencia de revalidar su sueño. brillantez -ahora vacilante- de la estrella del pop superior, Así lo revisó INFOBAE.
Por la tarde tuvo un ensayo completo de “This Is It” en el Staples Center, con el coreógrafo Travis Pane y el director musical Michael Bearden. No podía descansar ni comer, se sentía débil y abrumado por su propio desafío: logró el récord, a los 50 años -pese a sentirse un niño eterno-, de dar cincuenta conciertos posteriores e históricos aquí donde Prince. Yo había dado veinte.
Impulsado por la química, como tantas otras veces, llegó por la tarde al Staples Center y, con esfuerzo, exigió de la garganta y del cuerpo como nunca. Analizó los detalles de sonido, puesta en escena, iluminación, coreografía. Fueron horas de extenuante exigencia. Se retiró a la medianoche, diciendo “te amo” a cada uno de sus asistentes principales. Le esperaba otra noche angustiosa, con sus miedos habituales haciéndose realidad: no poder dormir, ni siquiera demasiada medicación. “Siempre he dicho que Michael pagaría un millón de dólares por una buena noche de sueño, y eso no es una exageración”, dijo Randy Taraborrelli, su biógrafo.
Pero esa primera mañana, la del 25 de junio, fue más tortuosa que nunca y fue también -sintiéndolo o no- la última. Su médico personal, Conrad Murray, le había sugerido que dejara de tomar propofol, un poderoso anestésico utilizado en cirugía, que él mismo le administró a Jackson por vía intravenosa combinado con xilocaína. A la 1 y media de la tarde, en su palacio, el músico le pidió que lo volviera a hacer. Pero Murray prefirió probar las pastillas. En ese momento, Jackson tomó 10 mg de Valium; a las 2 a.m., Ativan, un ansiolítico; a las 3, otro sedante, llamado Versed. Entre las 5:30 y las 7:30 repitió las dosis de Ativan y Versed.
Ahora era pleno día, un día de principios de verano, y Jackson apretó los párpados, desesperadamente despierto. Su prejuicio —su orden, porque no podía imaginar que nadie lo contradijera— era aplicar la anestesia a la que Murray suponía que se había vuelto adicto. El médico le inyectó 25 miligramos de porpofol a las 10.40 horas. Preocupado, diez minutos después notó que su paciente había dejado de respirar. Inició la maniobra de reanimación con manos temblorosas y le inyectó 0,2 miligramos de Anexate, un fármaco para contrarrestar los efectos de los sedantes.
Al ver que no reaccionaba, en medio del caos supo que el músico lo dejaba. Pidió ayuda a Michael Amir Williams, el guardaespaldas de Jackson, y a Prince Michael, de 12 años, el hijo mayor del músico con Deborah Lowe, enfermera de su dermatólogo. Más tarde, hubo un largo paréntesis de negación de la realidad: las mentes volaron ante la evidencia de que el artista pop estaba a punto de morir o ya estaba muerto.
Recién a las 12:22 llamaron al 911: contestó un auxiliar de seguridad de nombre Alberto Álvarez.
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